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8 de marzo de 2017

Filomena Vega, bastión de dignidad

Filomena Vega, bastión de dignidad
Filomena Vega, bastión de dignidad

Hija, esposa, madre, luchadora y baluarte de maquis. Su marido fue Víctor Merchán, maqui y topo en las sierras del Valle del Jerte


Filomena Vega tiene hoy 94 años, vive en una residencia y desde allí ya sonríe, ahora sí, a la vida. En su cabeza saltan, se suceden, aparecen y se ocultan recuerdos, buenos recuerdos, besos, amores, sueños… y sonríe. Hasta el final Filomena es una luchadora y ha decidido quedarse con lo que hoy la hace sonreír. Quizá por tantos días de soledad, de impotencia y de miedos. A ella la dejamos en ese mundo que ya solo es suyo y hablamos con su hija, Pilar Merchán Vega. “Reivindico el papel de mi madre y de tantas y tantas mujeres que dedicaron su vida a luchar por sus ideales, que no eran otros que la dignidad de las personas”. Es cierto, comentamos con Pilar, qué poco espacio en la historia escrita y contada han tenido las mujeres de las guerrillas, esas mujeres de guerrilleros y maquis, y qué importantes fueron. Por eso escuchamos atentamente a Pilar, que mantiene escritos fechas, detalles y sucesos relatados por su madre Filo, pero también por sus abuelas Asunción y Amalia. Tres mujeres, tres, que podrían ser trecientas, tres mil, millones... A través de Pilar, nos parece escuchar la voz de Filo.

Filomena Vega
Filomena Vega

Filo

Nací en Piornal, en 1922. La mayor de cuatro hermanos. Y tuve una infancia feliz, claro que sí. Mi padre era un hombre idealista y comprometido y, en el 31, fue concejal por el Partido Comunista. Mi madre… mi madre era una mujer luchadora, emprendedora, y eso me iría formando a mí.

Me hubiera gustado estudiar, y de hecho empecé a estudiar. La República me concedió una beca. Sin embargo, mis anhelos se frustraron. Estalló la guerra y con ella ideales, valores y sueños. Todo saltó por los aires. Y a la vez, todo se desmoronó a mi alrededor. A mi padre le hacen consejo de guerra y lo envían a prisión. A mi madre la pelan, la obligan a ingerir ricino, ya sabéis… Quizá en ese momento maduré cruelmente. Yo tenía trece años y recuerdo que mi madre llevaba en brazos a uno de mis hermanitos; el ricino, el dolor, la rabia, la humillación, lo que fuera hizo vomitar a mi madre, cayendo el niño de sus brazos. Me abalancé a cogerlo un segundo antes de que una bota militar hiciera el amago de pisar la cabeza del que luego sería José Luís Vega Porras, director general de Educación. Sí, posiblemente, ahí crecí… a mi pesar.

Fue un tiempo de silencio y agonía en casa. Mi afán era que mi madre no se sintiera sola. Hice de hija e hice de madre de mis hermanos. Padre regresó en el 41. Regresó con magulladuras en alma y cuerpo, pero con fuerza. Recibía la visita de hombres que había conocido estos años de prisión, entre ellos un tal Víctor, Víctor Merchán, un joven que… bueno, fue mirarnos… y a pesar de ser 12 años mayor que yo, o quizá por eso, nos enamoramos locamente. Al año siguiente, en 1942, nos casamos. En 1943 nace mi primer hijo.

Composición fotográfica. Filomena junto a su marido y sus hijos.
Composición fotográfica. Filomena junto a su marido
y sus hijos.
Víctor había estado, en los cinco años de prisión, en Hervás, en Cáceres, en Burgos… Yo lo sabía y sabía de la importancia de los contactos que mantenía. Las mujeres no solo no éramos ajenas, sino que nos implicábamos tanto o igual que los hombres. Víctor hacía de enlace con la guerrilla de la zona y suministrábamos ropa, mantas, comida… Incluso, trajimos a casa a “Gacho”, uno de los dirigentes de la guerrilla. En una emboscada resultó herido y lo escondimos. Sí, lo escondimos en casa. Yo me ocupaba de sus curas y de su alimentación, como otras mujeres en otros casos habían hecho y harían. ¿Miedo? No, no era miedo, solo me movía entre la prudencia, la discreción y la lealtad, lealtad a mí misma. Llegó un momento que se sospechó de los movimientos que podían entreverse en casa, así que Víctor y Gacho decidieron marchar a la sierra. Era noviembre de 1945. Lo recuerdo como si fuera hoy. Me quedé solita. Me quedé vacía, pero miré a mi hijo y sabía que había que seguir. Fuerzas no me iban a faltar.

Fueron meses de recorrer kilómetros y kilómetros de angustia y silencio, de encontrarnos a escondidas, de entregarles comida y ropas. También fueron meses en los que la desesperanza cada día pesaba más. Europa no iba a hacer nada. Emboscadas, muertes, apresamientos… Muchos optan por abandonar la sierra. Víctor decide regresar a casa. Escondido tras unos canchos en Fuente Matea, Víctor chista a Pastora, mi hermana, encargada ese día de recoger lo poco que nos daba la tierra. Esa noche, Víctor dejó vestirse por la oscuridad. Una puerta trasera medio abierta. Un granero preparado y oculto. Una teja, una sola teja de cristal para que entrara al menos un mínimo de luz. Allí vivió Víctor durante 38 meses. Mirándonos desde arriba, como desde el cielo. Viendo cómo su hijo iba creciendo. ¡Treinta y ocho meses enterrado en vida! “Vida” era a la palabra a la que yo me aferraba. Y sentirla me hacía a veces sonreír. Y qué mal visto estaba esa media sonrisa en el pueblo. “No pareces muy triste a pesar de que tu marido está desaparecido”, me decía algún vecino. Pero yo seguía pensando solo en la noche, cuando me acercara al granero para verlo. Para unir nuestras fuerzas.

Y luego estaban esas visitas al cuartelillo. Esos interrogatorios terribles esperando a que me derrumbara y dijera dónde estaba Víctor. Pero fui fuerte. Fíjate si fui fuerte que hasta superé ese momento en el que me acusaron de haber estado embarazada. “Sabes dónde estás porque te ha embarazado y has abortado, bien lo sabemos”. Y fui fuerte cuando aquel teniente me dijo: “Puedo reconocerte y demostrar que no has abortado. Desnúdate”. Y fui fuerte cuando me negué… ¡Pero había tantas mujeres fuertes! Como mi propia madre que, muerto mi padre, y habiéndome yo ya casado, cogió a mis tres hermanos pequeños y se fue a Salamanca a buscarles, como fuera, un porvenir. Trabajó por las casas para pagar los estudios de Matrona a mi hermana, enviar a mi hermano a Juan Sebastián de Elcano y al otro al Aspirantado. Todas nos agarrábamos a la vida aunque fuera a mordiscos. Mordico tras mordisco. Éramos supervivientes.

Muerta la esperanza que se había puesto en Europa, Víctor decide entregarse. Y la fortaleza volvió a presentarse más grande si cabe cuando ese 13 de agosto de 1950, pariendo yo a mi hija, llega la carta anunciando un Consejo de Guerra. La vida que llegaba parecía irse a la vez. Pero miré a mi hija, miré a mi hijo, nos miramos y me sentí fuerte. Treinta años de cárcel, decían.

Mi madre conocía a un teniente coronel en Madrid. Allá nos fuimos las dos. De 30 años de cárcel a 12. De nuevo ganamos otra batalla. Pero a mi regreso al pueblo volví a sentir algo que me era familiar. Estaba solita. Otra vez, y ahora con un niño de 7 años y una niña aún con el color del parto. Estaba solita. No podía permitirme llorar, no, ni solazarme en mi lástima. Había que buscar sustento, como en su día lo hizo mi madre.

Aquella vecina, aquella que vino de Ledrada, podía ser la salida. Hacía lo que algunos llamaban estraperlo, yo lo llamo supervivencia. Hicimos un buen tándem, sí. Comprábamos aceite en Piornal y bajábamos, en “la rubia”, los pellejos de aceite a Plasencia. Los vendíamos a hostales, pensiones, donde fuera. Comprábamos otros productos y los revendíamos en el pueblo. Allí, en nuestra tienduca. ¿Que era comerciante? ¿estraperlista? ¿contrabandista?... Llámalo como quieras. Éramos supervivientes, ni más ni menos.

Filomena Vega
Filomena Vega
Y, mientras, no dejaba de dar un poquito de mi fuerza a Víctor. Recorrí, junto a mis dos niños, los penales de Carabanchel, Ocaña, El Dueso… El Dueso, ese penal en que rompía la mar contra sus muros. Años después, Víctor no querría nunca acercarse al mar. Su voz le contaba solo tristezas. Después de El Dueso lo trasladarían a Cuéllar. También allí llevaba a nuestros hijos, para que no le faltaran fuerzas, para que aguantara. A Cuéllar llegaría ya vomitando sangre. Pero como fuera yo le iba a mantener en vida. Creo que eran 200 pesetas de las de entonces las que me pedían por aquella cajita de 40 comprimidos. Y las sacaba, ¡Vaya si sacaba esas malditas 200 pesetas! Distinto fue cuando ya regresó al pueblo. Aún consumido por la tuberculosis. Me hablaron de la estreptomicina, mano de santo, decían, este nuevo medicamento. Cien pesetas. No las tendría hasta que vendiera las castañas. En la botica no quisieron adelantármelas. He de reconocer que ese día me derrumbé y volvía a casa llorando, cuando aquella mujer, aquella vecina, “del otro lado”, me las prestó. Ya ves, las mujeres estábamos cuando había que estar.

Así íbamos saliendo. Día a día. Había que mirar adelante. Y adelante miramos cuando el maestro de entonces nos habla de las aptitudes de mi hijo para el estudio. “No tenemos medios”, diría Víctor. “Pues se buscan”, pensé yo. Libros prestados y trabajos al maestro, siega o recolección de uvas, lo que fuera.

Lo mismo parecía repetirse cuando nos hablan de las aptitudes de mi hija, entonces con apenas 10 años. “La niña no”, dijo Víctor. Podía entender muchas cosas, querido Víctor, pero por encima de todo, mi hija también estudiaría. Y en eso me ayudaría la abuela Amalia. Digan lo que digan, las mujeres nos entendemos mejor de lo que muchos querrían…

Filomena Vega junto a su hija, Pilar Merchán
Filomena Vega junto a su hija, Pilar Merchán

Hoy

Pilar nos mira emocionada. No puede evitar emocionarse al hablar de su madre, de la fortaleza de esta mujer. “Hoy mi madre ya sonríe. Siempre está sonriendo. Es una persona dulce, sosegada.

Sus neuronas van al ritmo que van, pero, como buena superviviente, se ha detenido en los buenos momentos. Y sonríe”. Nos cuenta que tras muchos años de silencio, su madre volvió a cantar, como le gustaba, a leer, “ha sido una lectora voraz”, a escribir, “escritos de todo tipo, poesía… Cuando entró en los pisos tutelados leía para aquellos que no podían leer”.

A esta altura del mágico encuentro no podemos hacer otra cosa que sumarnos a la reivindicación de Pilar: “Reivindico el papel de mi madre y de tantas y tantas mujeres que dedicaron su vida a luchar por sus ideales, que no eran otros que la dignidad de las personas”. Filo nos envuelve con su sonrisa.


3 comentarios:

  1. Emocionante la historia de esta gran mujer.GRACIAS EN NOMBRE DE TODAS LAS
    MUJERES

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  2. Mil gracias. Visibilizar el aporte de las mujeres, es indispensable

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  3. No he podido dejar de emocionarme mucho con los testimonios de Pilar y con la vida de para mi... la Tía Filo... que alegria saber que la defensa de los principios permanece como un legado que perdura en nuestros corazones. Que el sufrimiento sirvió para algo, que la determinación y el valor nos dignifica, que la lucha de las mujeres es la lucha de una humanidad que quiere salir del silencio y del olvido. Gracias a todos los que habeis hecho posible reivindicar todos los derechos y poner en valor la dignidad humana en esos ejemplos que nos llegan mucho más cuando además hacen parte de nuestras vidas, nuestras familias y nuestros recuerdos. Gracias Pili por todo el AMOR que nos has dado con este testimonio.

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